miércoles, 2 de mayo de 2012

Humanidades 7 Grado El Idioma Hebreo

El idioma hebreo en la cultura

Sobre la más singular de las renovaciones idiomáticas

un teclado hebreo
De las seis mil lenguas que habla la humanidad hoy en día, la mayoría desaparecerá en el transcurso de menos de un siglo. Unas mil millones de personas hablan chino, y otras mil millones se dividen en tercios: hindi, español e inglés. La mitad de la población mundial habla en diez idiomas.
Con todo, el criterio de la cantidad de hablantes puede engañar. De acuerdo con él, el idioma hebreo puede aspirar sólo al puesto setenta en el concierto de las lenguas humanas, cuando en realidad su presencia es mucho más notable, y su influencia mucho más amplia de lo que ese rango podría indicar.
Para verificar su presencia, señalemos por ejemplo que de los 270 lenguajes que tienen Wikipedias, el hebreo está entre los treinta más importantes. La versión hebrea exhibe más de 100.000 entradas, y es considerada la segunda por la calidad y profundidad de sus artículos. Es utilizada cotidianamente por casi el 40% de la población de Israel, uno de los porcentajes más altos del mundo.
Una plausible clasificación idiomática en una docena de grandes grupos lingüísticos, albergaría destacados al indoeuropeo y el semítico, que coexistieron durante milenios en bastante proximidad uno del otro, y se nutrieron recíprocamente de términos, como «shabat» y «hediot». Y lo más importante: estas dos familias influyeron como ninguna otra en todas las lenguas occidentales.
El más estudiado es el grupo indoeuropeo, cuyas 150 lenguas se suponen derivadas de un lenguaje prehistórico bastante ignoto, que registra como antecedente al hitita, del pueblo que creó un imperio en el Norte de Anatolia, hoy Turquía. Hoy en día, casi la mitad de la población mundial habla idiomas de este grupo, que abarca a la mayoría de los de Europa y el Sur de Asia.
De la otra rama, la semítica, las únicas lenguas que perviven son el hebreo, el árabe, el etíope y el arameo. Los parientes del más antiguo, el hebreo, han desaparecido: el fenicio, el amonita, el moabita, el edomita, y el ugarítico.
El hebreo tiene su origen en lo que fue Canáan y es Israel, y fue similar al fenicio, el idioma de su vecino del norte y aliado.
El idioma hebreo tiene características muy singulares: es primordialmente un lenguaje de verbos. Tiene menos conjunciones, preposiciones, adverbios y adjetivos que la mayoría de los idiomas modernos; los numerosos son sus sustantivos, que pueden vincularse a sus verbos.
En ese sentido, el noruego Teodor Boman contrastó en sus estudios al hebreo con el griego, para concluir que los verbos hebreos son eminentemente dinámicos, lo que dota a la lengua de una plasticidad y fluir poco comunes.
Un método directo para detectar la influencia del hebreo en la cultura es recorrer la nómina de términos con los que ha provisto a cientos de lenguas, como en el español: aleluya, hosanna, jubileo, golem, leviatán, maná, mesías, pascua, sabático, y muchos otros.
En esa lista, la palabra amén es la usada en el mayor número de idiomas: de los más de mil a los que fue traducida la Biblia, amén se mantuvo invariable en todas las traducciones.
Si rastreamos nombres propios, veremos numerosos de origen hebreo: Jonatán, José, David, Isaac, Jacobo, Sara, Ester, Eva, Raquel, Débora, Rebeca, Lea, etcétera.
En muchos casos, las palabras de la biblia hebrea fueron adaptadas mediante un ligero cambio, como en los sustantivos alfabeto, querubín, o serafín, y probablemente en los nombres geográficos como Toledo o Bahamas.
Una segunda forma de revisar la influencia hebraica es escudriñar, ya no palabras ni nombres, sino máximas y dichos hebreos que ingresaron en los principales idiomas: Desde el comienzo un pajarito me contó que no hay nada nuevo bajo el sol: no sólo de pan vive el hombre, ni por su espada. Somos guardianes de nuestro hermano y no del becerro de oro. Pongamos la casa en orden con el sudor de nuestra frente. La escritura está en la pared; comer, beber y alegrarnos porque todo tiene su tiempo.
Vaga ese párrafo con una docena de locuciones conocidas en la mayoría de las lenguas, para intuir la presencia del hebreo. Y la lista continúa: hágase la luz, bálsamo de Guilad, torre de marfil, tiempo de curar; jardín del Edén, dedo de Dios, ciudad de refugio, jeremiadas, elegir la vida, zarza ardiente, falso profeta, jaula de los leones, día del juicio, tierra prometida, chivo emisario, ojo por ojo, Matusalén, marca de Caín, viñas de ira, polvo y cenizas, espadas en arados, fruto prohibido, ídolos de pie de barro, caída de los poderosos, amar al prójimo…
Una tercera vía para analizar la influencia hebraica es la historia del alfabeto. El pueblo semita de los fenicios fue en la antigüedad el pueblo marítimo por antonomasia. En sus travesías marítimas, siempre hacia el Oeste, se encontraron primeramente con los griegos, quienes los deslumbraron con su poder, su música, su arte… y su ignorancia de la grafía. Por ello, les enseñaron las 22 letras de su idioma hebraico-fenicio, moldes exactos de las 22 letras del hebreo actual.
Ahora bien: el hebreo es el único idioma que se escribe en bloques de derecha a izquierda, orientación que testimonia su antigüedad, ya que cuando las palabras se graban en piedra es sumamente arduo escribirlas en dirección inversa. Los helenos, por lo tanto, además de tomar del hebreo sonidos que no tenían, procedieron a dar vuelta las letras para facilitar el trazo de izquierda a derecha (que es la dirección recomendable al escribir sobre papiro, para evitar ensuciarse con tinta).
El resultante alfabeto griego (que eventualmente pasó al latín) trastocó las letras hebraicas álef, bet, guimel, en alfa, beta, gama. Así, el alfabeto hebreo-fenicio fue padre de casi todos los demás.
Como las palabras son depósitos culturales, la antigüedad del hebreo implica que hablarlo hoy en día es un poco viajar en el tiempo hacia tres milenios atrás. Es en efecto el único idioma vernáculo basado en una lengua escrita de la antigüedad.
Al revivir el hebreo, Israel ha consumado con éxito un experimento social sin parangón. Como no ocurre en ningún otro pueblo, un niño judío educado puede leer con cierta facilidad textos milenarios.
En realidad, más que revivir se trató de una criogénesis, o renacimiento de un idioma que se había preservado congelado en la liturgia y la lectura bíblica. Sobrevivió, gracias a que fue una parte inseparable de la religión de los judíos; en rigor resulta difícil entender el judaísmo sin saber hebreo.
De las 45.000 palabras del hebreo moderno, 8.000 son bíblicas y 20.000 son talmúdicas. De las 1.000 más necesarias en el habla cotidiana, 800 son bíblicas.
Alefato hebreo (Ramon Manuel Garriga, Elementos de gramatica hebrea, Barcelona 1866)
La semántica y la modernización
Menos directo que el de las palabras, las expresiones y los alfabetos, hay un influjo idiomático más importante: la presencia de la cosmovisión del antiguo hombre hebreo.
El término griego kirios significa meramente «dueño». Pero cuando los traductores de la Biblia lo eligieron para sustituir el tetragrama (el nombre divino) en la Septuaginta, kirios recibió una transfusión semántica hebrea y pasó a implicar un dominio universal. Y así ocurrió luego con el latín, en el que pasó a ser dominus, y la cultura hebrea penetraba inadvertidamente en la de los demás pueblos.
Lo mismo ocurrió con otras voces que eventualmente fueron traducidas a «bendición», «profeta», o «paraíso». Debajo del griego y de sus lenguas derivadas, la carga semántica es parcialmente hebraica. Según Antoine Meillet: «Entre nuestras palabras y frases más comunes, muchas no muestran signos del hebreo, pero sin éste no habrían llegado a nosotros, o habrían tenido un significado bien distinto del que portan».
Desde esta perspectiva, cobra validez la consideración del hebreo como madre de las lenguas por parte de pensadores de todas las épocas. Recordemos que Luis de Torres, un judío converso que acompañó a Colón como intérprete en su primer viaje, sabía hebreo y se ha supuesto que en ese idioma pretendía poder comunicarse con los nativos de las tierras a las que arribaran.
A partir del siglo XVI se difundió el estudio del hebreo, también gracias a los estudiosos renacentistas y luego a poetas como John Milton y William Blake. En efecto, el hebreo ocupó un lugar prominente en el movimiento puritano en Inglaterra, especialmente durante el interregno de Oliver Cromwell, cuando el hebraísta John Milton fue designado Secretario de Lenguas Extranjeras.
Ese impulso llegó a América, donde el primer libro publicado fue el salterio hebreo (Bay Psalm Book, 1640), y donde el gobernador William Bradford (uno de los peregrinos del Mayflower, y segundo gobernador de la colonia de Plymouth), era un devote estudiante del hebreo.
John Cotton, uno de los líderes de los primeros puritanos en América, estableció la enseñanza del hebreo en instituciones educativas. Así, cuando en 1636 se fundó en Harvard la primera universidad norteamericana, el hebreo fue obligatorio para todos los estudiantes. Hasta 1817, el discurso de apertura del año de estudios se daba siempre en hebreo. La misma línea siguieron Columbia, Brown, Princeton, Johns Hopkins, Dartmouth y Pennsylvania. En Yale, el presidente Ezra Stiles enseñaba hebreo, y en este idioma está el emblema de la universidad.
William Gifford adujo en su Quarterly Review, que algunos miembros del Congreso norteamericano proponían que el inglés fuese sustituido por el hebreo como idioma nacional (aparentemente había recogido la exageración de un libro de viaje de 1786, del marqués François Jean de Chastellux).
En Francia, el poeta Guy Le Fèvre de la Boderie, hacía derivar «Gallia» (la Francia original) del hebreo «olas», y «París» del hebreo «gloria humana». En Inglaterra fueron más lejos, y se concibió la religión del anglo-israelismo que imaginaba la procedencia hebraica del idioma, y explicaba el término «British» como «hombre del pacto» en hebreo.
En su meteórica revitalización durante los dos últimos siglos, el hebreo debió vencer la rivalidad de idiomas que competían por conquistar el alma judía. Uno fue el ídish, que recibe del hebreo un 15% de su vocabulario, y fuera proclamado "el idioma nacional judío" en el congreso de Czernowitz de 1908.
Un lustro después, los hebraístas respondieron en el Congreso de Viena: la lengua nacional judía es el hebreo, la única con continuidad histórica milenaria.
Otro rival fue el esperanto, cuyo creador, Lazar Ludwig Zámenhof estaba muy familiarizado con el hebreo. Probablemente en éste se basara para dotar de simpleza a su idioma artificial, por ejemplo en la economía lógica de raíces consonánticas, y el uso de prefijos para transformar al verbo en pasivo. Hacia 1880, Zámenhof aspiraba a que el esperanto no sólo fuera un idioma internacional, sino también uno nacional para el pueblo judío.
La verdadera lid del hebreo en su vigoroso renacimiento fue la llamada «batalla de los idiomas» que tuvo lugar en la ciudad de Haifa en 1913. Cuando se fundó allí una academia tecnológica con el permiso de las autoridades otomanas, se empezó eligiendo al alemán como idioma de estudio, con el argumento de que el hebreo aún carecía de suficientes términos técnicos.
Los sionistas y a la cabeza de ellos el gran renovador del hebreo, Eliezer Ben Yehuda, reivindicaron su hebreo, y lograron por medio de una huelga docente que se desplazara al idioma alemán. En 1914 el hebreo fue irreversiblemente elegido como idioma de instrucción para el naciente «Tejnión».
A los pocos años (1921) fue reconocido como uno de los idiomas oficiales de Palestina, y la lengua se difundió por doquier. Su exitosa transformación en una lengua viva, y el desarrollo de su moderna literatura, han inspirado a defensores de otros idiomas menores.
La antigua derrota de Roma sobre Grecia fue pacífica, absorbiendo gran parte del legado griego en mitología, filosofía y leyes. En contraste, los otros dos rivales romanos fueron vencidos violentamente: el Israel hebreo y la Cartago fenicia, que compartían gran parte de la tradición semítica en su lenguaje, y una pertinaz resistencia al dominio romano.
Además de su religión diferente, los rebeldes hebreos también podían ser asociados por los romanos con el enemigo cartaginés y su lengua púnica. Por ello los romanos, que reconocieron su deuda cultural para con Grecia, se negaron a otorgar crédito alguno a los derrotados judíos y cartagineses. Acaso de esa displicencia deriva una cierta ingratitud de Occidente para con sus raíces hebraicas.